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A lo largo de la historia de la humanidad se han dado periodos en los que arte, ciencia y religión formaron una tri-unidad de carácter trascendente.
En otros, muy al contrario, no sólo se disociaron sino que incluso llegaron a perseguirse entre si.
Remontándonos, por ejemplo, al Paleolítico, observamos que no cabe concebir el arte y la incipiente y muy rudimentaria ciencia como ramas separadas de la religión. Ambas formaban una parte esencial del fenómeno mágico-religioso en el que estaba inmerso la humanidad prehistórica. Lo mismo ocurre en periodos muy posteriores, como en el antiguo Egipto, donde sigue dándose una simbiosis entre las tres ramas del saber que nos ocupan.
Con el paso de los siglos, no obstante, estas tres ramas del conocimiento tienden a separarse.
La religión cerca el ámbito de sus competencias en la metafísica, la devoción y lo trascendente; el arte se decanta esencialmente por el saber intuitivo y la belleza, mientras que la ciencia se centra en lo tangible, el mundo de la materia y en el análisis racional.
Tal disgregación de los tres focos de conocimiento del ser humano (aspectos racionales, emocionales e intuitivos), tiene una gran importancia para el desarrollo evolutivo de la especie, pues le permite acercarse por separado y desde prismas muy diferentes, a lo que en definitiva constituye lo esencial de nuestra existencia: Indagar en lo que somos y en lo que es el mundo.
Desgraciadamente, lejos de permitirlas adentrase libremente en la realidad del propio ser y de las leyes que rigen nuestro universo, la religión trató de dominar y poner bajo su tutela al arte y a la ciencia, llegando en su desvarío, a perseguir a muerte todo concepto o actividad que no se ajustara a sus directrices.
Como ejemplo baste recordar los procesos inquisitoriales del celebre médico y humanista aragonés Miguel Servet, o del no menos célebre físico, matemático y astrónomo italiano, Galileo Galilei, quien, en 1633 fue condenado a abjurar de “sus ideas erróneas”.
La Iglesia cercenó de este modo, durante muchos siglos, el progreso de las ciencias, al tiempo que se sirvió del arte como medio para difundir y consolidar sus dogmas.
El arte, no obstante, y especialmente a partir del Renacimiento, busca por una parte adentrarse en los denominados Misterios paganos de la antigua Grecia (hermetismo), y por otra, propicia un acercamiento cada vez mayor con la ciencia. Algunos de los resultados más importantes de ello son la aplicación en las obras pictóricas de la proporción áurea y de la perspectiva lineal.
La contrarreforma cercenó de nuevo los brotes de libertad nacidos con el Renacimiento y ya no fue posible, prácticamente hasta finales del siglo XIX, salirse de los férreos cauces impuestos por la religión dominante.
Con el auge en el siglo XIX de diversas corrientes esotéricas (rosicrucismo, teosofía, etc), y el activo desarrollo de la ciencia, el arte se decanta ya hacia la aplicación de las nuevas teorías científicas, ya hacia la inspiración que les llega de las religiones orientales y de la heterodoxia.
Ejemplos de lo dicho los encontramos en la aplicación que hicieron Seurat y otros artistas “puntillistas” de la teoría de los colores de Chevreul, en la influencia en las obras plásticas de descubrimientos como la fotografía o el cine, o de las teorías freudianas en el “surrealismo”.
Ejemplos de las influencias esotéricas los tenemos en el “simbolismo ” o , ya en pleno siglo XX, en pintores como Wassily Kandinsky ( fundador de la pintura abstracta), quien en su obra “De lo espiritual en el arte ” reconoce explícitamente lo que le debe su obra a las teoría de la gran esoterista Helena P. Blavatsky, o en Mondrián, partidario activo de la teosofía.
Fuera de los autores y movimientos citados y algunos otros casos puntuales, se podría decir que el arte del siglo XX se desvincula por completo de la religión, en una búsqueda a ultranza de “la libertad absoluta”.
Cierto que hacia los años 1945-60 observamos acercamientos en artistas como Mark Rothko, Hans Hartung o Tápies a primitivas corrientes orientales tales como el taoismo o la filosofía Zen, pero se trata más de una búsqueda formal que de una incorporación vital de la esencia de tales filosofías.
Con la vulgarización de medios audiovisuales como el vídeo, los ordenadores, Internet, o la realidad virtual, muchos artistas se decantan por la interactividad entre el hombre y la máquina.
En especial, mediante la realidad virtual, el artista incorpora el ciberespacio ( término que deriva de “cyborg” , palabra acuñada a partir de los años 70 por los científicos de la Nasa, para designar la fusión entre el cuerpo humano y la tecnología) como un medio de interpretación múltiple, abierto e interactivo.
Con ello observamos como la máquina determina cada vez en mayor medida tanto la percepción como la propia producción artística. A partir de tales experiencias en el arte se interrelacionan estrechamente el factor intuición, con el factor ciencia, llegando a darse ejemplos de implantes corporales y prótesis (sistemas electrónicos acoplados al cuerpo, en un acuciante deseo de potenciar las facultades humanas), que si bien tienen antecedentes literarios en obras como Frankenstein o Blade Runner, nunca antes habían pasado de la mera formulación teórica.
Tratando de dar “un paso más allá”, algunos artistas inmersos en el denominado “arte biológico”, experimentan con seres vivos (conejos fluorescentes, etc) manipulaciones genéticas e interacciones con personajes virtuales.
El espectador deja de ser un instrumento pasivo para asumir el papel de creador, mediante conversores interactivos en Internet que, a través de un conjunto de cámaras de reconocimiento de imágenes y voz que interpretan la información aportada por el espectador–usuario, la devuelven en forma de imágenes, gestos y movimientos, colores y sonidos.
Hasta ese momento, en la cultura occidental, primaba lo natural sobre lo artificial, pero con las nuevas formas de experimentar la realidad, el arte se desacraliza por completo decantándose inequívocamente por la ciencia.
Como paradoja, la ciencia en sus investigaciones sobre lo inmensamente grande (el macrocosmos ) y lo inmensamente pequeño (las partículas subatómicas), se ve en la necesidad de ir asumiendo postulados trascendentes como única forma de encontrar sentido a no pocos resultados experimentales que, como en el campo de la física cuántica, ya no pueden ser ni explicados ni abarcados por la simple lógica.
En cualquier caso apreciamos que tanto el artista como el científico del siglo XXI buscan soluciones a las preguntas más acuciantes del ser humano: ¿Cómo funciona la mente?, ¿dónde se ubica la conciencia?, ¿qué es la realidad y cómo entenderla…?, preguntas que, en definitiva, no son sino un intento de indagar, desde una óptica actual, en los ya clásicos
planteamientos grabados en los frontispicios de las antiguas Escuelas de Misterios: ¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos…?